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La culpa desgarradora de una periodista por haberle contagiado el coronavirus a su mamá, que falleció

19/08/2021 | 

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La periodista Carolina Balbiani contagió de coronavirus a su madre cuando la llevó a vacunar.

El fatídico 16 de abril, Carolina no sabía que ella tenía Covid, cuando trasladó a su mamá para que se aplicara la Sputnik V, según relata en una nota en primera persona en Infobae.

Fuimos en el auto y yo me sentía bien. Como nos veíamos siempre, misma burbuja, íbamos sin barbijo y con las ventanillas demasiado altas. Relajadas y contentas. Error fatal. Error mortal. Quién pudiera volver el tiempo atrás.

Esa noche me sentí cansada, con escalofríos. Me tomé la fiebre y empezó la pesadilla.

El primer hisopado de mi madre, a los siete días de mi positivo, fue negativo. Me dieron el alta a los diez días y ella, todavía, se sentía bien. El día 11 del contacto estrecho conmigo (ya todos hablamos como médicos) tuvo náuseas y vómitos. Pensó que algo le había caído mal, pero al día siguiente se sintió peor.

Empezó su pesadilla. Esta vez dio positivo y entró a terapia intensiva en medio de la segunda ola que golpeaba con fuerza a la Argentina.

Tenía 78 años, era de riesgo por Epoc (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y cardíaca. Esta vez la llevamos al hospital en el auto, con las ventanillas bajas. Entró sola, muy digna y erguida disimulando su malestar. La vi alejarse caminando con su cartera (donde tenía sus cigarrillos, su encendedor, sus pinturas, su cepillo y su perfume) y envuelta en su poncho gris.


Estuvo consciente seis días en los que sintiéndose mal protestaba por no haber tenido el verano que hubiese querido en el mar, por el agua demasiado fría con la que la bañaban en terapia, por las náuseas permanentes. Me pidió un cura por las dudas y rezamos con él juntas.

La vi cada día. Su pelo impecable como siempre, pero sin sonrisa ni risas. Cada tanto, miraba el celular desganada. Se sentía mal. En el rato que duraba la visita le costaba escucharme: los tres barbijos y la máscara que llevaba puestos yo y el ruido del oxígeno que ella tenía enchufado en la nariz, era difícil. Un viernes después de intercambiar un par de frases, de intentar darle de comer un pedacito de los sándwiches de miga que había entrado en forma clandestina a la terapia y de prometerle que al día siguiente, sábado, le llevaría una coca cola... me fui.

Nunca más conversamos.

Esa noche me llamó a las dos de la mañana. Era una videollamada y se cortó. Después no me atendió aunque mis mensajes tenían la doble tilde azul. Llamó a su médico y le dejó un mensaje…

La mañana del sábado la encontré intubada.

Siguió un mes de terror y llegó el adiós.

¿A dónde voy con todo esto? A la culpa. La culpa que tengo instalada en el pecho cuando recuerdo el auto y aquel día sin barbijo. La responsabilidad de haberla contagiado, de haberle pasado el bicho que tanto temía. Se lo llegué a decir en esos días y, por supuesto, lo negó. Así son las madres.

Pero la realidad es que negar lo innegable no me resultó una buena terapia. Yo, la loca que hace sacarse a todos los zapatos en la puerta de casa, la que le tira alcohol a todos los picaportes, la que no dejaba que ella tocara la botonera del ascensor… la había contagiado.

Uno de mis miedos se había hecho realidad. Me acordé, entonces, del director de una importante revista de actualidad, que una vez me había avisado... “el temor produce lo temido”. Aunque muchos quieran alivianar el peso de mi culpa relativizando cuándo se produjo el contagio, aviso que es imposible. La llevo a cuestas y me la banco como puedo.



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